Vi a Javier hace aproximadamente 20 días, al salir de la panadería, intentando robar tres botellas de gaseosas. Me quedé observándolo estupefacto y junto al personal de la panadería lo alcancé en la esquina. Estaba muy delgado, su mirada perdida y hacia abajo, los pies descalzos y muy sucios.
Puse mi mano derecha sobre su pecho, lo toqué, y le dije:
– “Espera, ¿te gustan esas gaseosas?”
Me respondió afirmativamente con la cabeza, sin mirarme a los ojos. Continué diciéndole:
– “Hagamos así: llevate una, yo te la compro, y deja estas dos. ¿Te parece?”
El joven me respondió otra vez afirmativamente, después tomé lentamente de sus manos dos de las tres gaseosas, y las devolví al personal. Luego le pregunté:
– “¿Querés que te compre unas facturas? Acompañame.”
Me respondió que sí, pero que me iba a esperar allí en la esquina. Fui a la panadería, donde no me aceptaron que pagase la gaseosa y me dieron gratuitamente las facturas. Pero cuando fui tras él ya se había ido. Lo vi a la distancia en la otra esquina, mientras mis hijitos me llamaban a los gritos desde el auto. Volví, subí al auto, intenté seguirlo pero lo perdí. Ya no estaba allí.
La impresión que me causó me hizo comprender rápidamente que este joven padecía una psicopatología severa y que, por tratarse de un local que es atendido por mujeres y que vende alimentos, muy probablemente estuviese intentando restituir una función materna. Hasta allí, esa fue mi hipótesis.
Algunos días más tarde, volví a la panadería y hallé al mismo personal en la caja; le pregunté por aquel joven y me describió que venía seguido, que muchas veces llevaba los alimentos y luego los tiraba; además, su madre, con quién vivía, había muerto recientemente. Con este y otros datos que no voy a indicar por su privacidad, corroboré rápidamente que mi impresión era correcta; percibí que no había nadie indicándole cómo debía lavarse sus pies, que no había ninguna mamá allí para atenderlo y cuidarlo, me di cuenta que estaba solo desde hacía ya algún tiempo y que esto, sumado a su situación psicopatológica, lo conduciría rápidamente a la muerte.
Sabía que Javier vivía muy cerca de mi casa, sabía a quién debía preguntar por él para poder allegarme a su casa. Sabía cómo evitar que muriese con tan sólo hacer una llamada por teléfono y firmar una prescripción. Sé donde y cómo institucionalizarlo, tengo las personas suficientes para ayudarlo, personas que están sólo esperando que las llame para eso… y sin embargo, no lo hice.
Desde que tengo cinco años, sé que Dios me ha dado un talento para percibir el sufrimiento de las personas y curar, dedico toda mi vida a esto, todos los días, y sin embargo… no lo hice. No fue una sorpresa. Sabía que su muerte era inminente y sabía que podía evitarla y también sé que no lo hice.
Por mi negligencia hoy falleció Javier, de 38 años, mi misma edad, en mi mismo barrio. Su soledad y suciedad se purificaron en el fuego de una vela que casualmente dejó caer sobre su colchón, en una oscura casa sin luz, sin ninguna mamá para cobijarlo.
Santa Fe, AR.
[Así como un día la muerte de Cristo rasgó el velo del templo de Jerusalén, tal vez la muerte de Javier rompa las paredes de mi consultorio y me decida a abrir la boca que cerré hace 20 años, cuando ingresé a la Facultad de Psicología.]