Una serpiente descubre un hueco en las alturas de un árbol, su instinto asesino está perfectamente preparado para ejecutar el plan; nada la perturba, pues no tiene predadores en este hábitat; su mirada enfocada sólo percibe una cosa: lo que saciará su hambre.
En un pequeño orificio de aquel árbol una ardilla amamanta a sus crías, aunque es muy pequeña, su cerebro con capacidad emocional es muy superior al de la serpiente, sin embargo, poco podrá hacer contra ella. Sus pequeñas crías se han desarrollado con el contacto físico de su mamá, que mientras las amamanta las lame, les da calor y les brinda un roce físico permanente.
Muy distinta ha sido la historia de la serpiente; ella nació desde un duro caparazón de calcio, nadie la alimentó con su calor ni le transmitió su propia substancia, su madre no calentó su fría sangre y para sobrevivir debió, desde muy pequeña, aprender a inyectar su veneno.
La primeriza madre ardilla no tiene opción, sus crías no pueden correr ni escapar, no tiene nada con qué afrontar un peligro de tal magnitud. Tal vez pueda huir, tal vez logre escapar y dejar sus pequeñitas ardillitas como cebo que distraiga al enemigo mientras le permite a ella la huida. Muchos hombres (hombres en primer lugar) y mujeres tomamos esta trágica decisión, ellos o nosotros, parece una decisión necesaria.
Un sacrificio necesario
Tal vez si huye puede lograr un aprendizaje significativo, seguramente podrá volver a reproducirse y escoger un mejor sitio para formar un nuevo hogar, todo parece justificar la respuesta lógica. Sin embargo, esta pequeña mamífera no tiene desarrollado «el árbol del conocimiento» como algunos mamíferos más evolucionados -de modo especial, el hombre-, sino que solo cuenta con su «árbol de la vida» para decidir, su cerebro afectivo, y éste le dice que por nada del mundo puede abandonar a sus crías.
La astuta serpiente se desliza por una gruesa rama, a pocos metros de la pequeña cueva; el pelaje de la ardilla se halla completamente erizado por el temor, coloca su cuerpo por sobre el de sus pequeñitas creaciones en un intento infructuso por protegerlas… Pero en ese momento sucede un hecho inédito, más allá de toda comprensión racional. El macho ardilla salta sobre la rama desde una posición superior, interponiéndose entre el predador y la madriguera, dispuesto a la lucha. El desenlace no tiene sorpresas, pero mientras el reptil devora al macho, la hembra tiene el tiempo suficiente para mudar las crías a un nuevo orificio en un lugar lejano, puesto que si no lo hace la serpiente volverá por la misma ruta cuando vuelva a sentir el hambre. El sacrificio del macho le permite la huída perfecta salvando a sus pequeñitos.
Hasta aquí, todo lo podés ver en un documental de televisión; pero hay algo más que rompe la ecuación, un verdadero milagro del gran Creador, cuyas palabras parecen estar inscriptas en la naturaleza antes que en cualquier doctrina religiosa…
La resurrección de la especie
Su sistema inmune es uno de los pocos que existen en la naturaleza capaz de soportar y contrarrestar el veneno de la cobra (y de cualquier serpiente venenosa); su agilidad mental le permite evitar sus ataques y cazarla fácilmente; con un cuerpo de pequeño tamaño comparado puede cazar víboras de gran volumen como las constrictoras.
La mangosta es un pequeño animal, similar a una ardilla, que para poder desplegar esta notable evolución ha debido morir muchas veces en luchas con serpientes en el pasado milenario de la especie. Pocos animales pueden cazar tan sagazmente a estos temibles reptiles y muchos menos soportar su mordida. Algunas aves pueden cazarlas, pero la mangosta es un mamífero, como aquella ardilla, que ha evolucionado desde el sacrificio de los machos, primera barrera de contención y defensa del núcleo familiar.
Lo voy a decir en términos psicoanalíticos lacanianos: el Nombre del Padre es la única defensa del Sujeto, y la única opción para su resurgimiento tras una crisis vital.
Hay dos clases de papás con hijos, o dos etapas de un padre que se interesa por sus pequeñitos: aquella en la que estamos luchando contra la angustia mortífera, y aquella en la que estamos mutando para convertirnos en una nueva especie, tan poderosa como para cazar una serpiente con los dientes y, al mismo tiempo, sin haber tenido que resignar nuestra esencia de mamíferos, aquella que nos distingue por los estrechos vínculos afectivos con nuestros «cachorros».
¡Y nuestros hijos heredarán nuestra mutación!