¡Respira!
Cuando un bebé/a nace, lo primero que pronuncia es algo así como «Ahhhhh…»; es su primera bocanada de aire y una y otra vez la repetirá. Sus papás estarán mucho tiempo atentos a este «Ahhhhh» que es lo más importante que tiene que hacer este niño y su señal de que está vivo. Cada vez que su mamá se acerque a su cuna, irá en busca de este suspiro, tan esencial, tan vital. Si el niño/a se enferma, podrá estar sin comer algún tiempo, incluso sin beber agua, pero ni un instante la naturaleza le permite suspender la respiración.
Seguido de esta primera inspiración vendrá la primera exhalación de aire del bebé, que no pronuncia ninguna vocal, pero si debiéramos identificarla con alguna podríamos decir que es un «ehhhhh…». El ciclo de la respiración se compondrá entonces de un recurrente «ahhhhh-ehhhhh».
Respiramos cuando estamos despiertos, respiramos cuando estamos dormidos; lo hacemos de modo voluntario, pero también nuestro organismo sabe hacerlo sin que tomemos consciencia del proceso. Si uno observa las espiritualidades orientales, en muchas de ellas la respiración está asociada a la divinidad y el dominio de la respiración es un modo de acceso a lo trascendente. También es así en la espiritualidad cristiana, dónde se dice que Dios, al crear al ser humano, sopló sobre él su aliento de vida. El nombre de Dios, «Yahvéh», bien podría ser una referencia a esta respiración «Ahhhhh-ehhhhh», de modo que estaríamos pronunciando su nombre toda nuestra vida, en cada momento, en cada lugar, y el día que digamos «Yahvéh» por última vez, será el último instante de nuestra existencia como también la última palabra que digamos. Pero hay mucho más en esto.
¡Papá es una sensación!
Si nuestra experiencia de Dios está asociada a la respiración, entonces no es un concepto intelectual ni una teoría, sino una sensación; no se percibe con el intelecto sino… ¡con el cuerpo!
Genial descubrimiento de los místicos; el psicoanalista francés Jaques Lacan retomó aspectos de la mística cristiana para remitirse a esta relación con el cuerpo más allá de toda comprensión racional; también lo hizo el psiquiatra suizo Carl Jung (*).
Al relacionar estas ideas con la de Dios como «padre» (respiración-sensaciones-padre), tomo consciencia de que la función paterna tiene que ver con las experiencias corporales, que lógicamente tienen más relación con el dominio del mundo externo a través de la musculatura y la fuerza, mientras que el mundo interno -sentimientos y pensamientos-, parecerían mayormente ligados a las funciones femeninas.
Sé que muchos sociólogos dirán que se trata de diferencias culturales, pero por el momento prefiero que mi maestro sea este papá que veo en la playa jugando a la pelota con su hija.
Resulta determinante situar la función de los papás en nuestra sociedad, somos nosotros, los hombres, los que hemos dejado de enseñar a nuestros niños cómo afrontar el mundo que está allí afuera y del que hemos huído para refugiarnos en un vicio, un fanatismo deportivo o un escapismo religioso; somos nosotros los padres los que fallamos en nuestra sociedad, inclusive más allá de Latinoamérica.
Pero hay un motivo más por el cual escribo estas líneas. Las escribo para aquellos y aquellas que no tienen a su papá o que está muy lejos de ser un buen papá; escribo para decirles que lo busquen por sus acciones y su modo de afrontar el mundo, en sus comportamientos -y no en sus palabras- están las respuestas a la búsqueda del padre.
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(*) Para elaborar este breve ensayo me he valido de una charla del doctor en teología protestante Lucas Leys, de la obra de fray Juan de la Cruz, del Seminario XX de Jaques Lacan, como también de la obra de Carl G. Jung.
Muy bueno