Tenía algo más de 40 años, esposa y cuatro hijos; la más grande de ellos en el colegio secundario.
Militar de carrera, sociólogo, había dejado su trabajo público para montar una empresa en la ciudad de Mendoza, a la que se trasladó con toda su familia para este fin.
La empresa tuvo un período de éxito, pero en la década del ’90 los cambios económicos terminaron por afectar el proyecto hasta la quiebra definitiva.
Primero las deudas, luego el estrés, este hombre resistió la crisis con todas sus fuerzas naturales pero terminó enfermándose de cáncer de estómago. Los tratamientos no mejoraron la enfermedad, su peso bajó hasta casi 40 kilos…
Carlos realiza una conversión religiosa, se bautiza como cristiano, pero el milagro no ocurre y los médicos le explican que queda poco tiempo de vida.
En este momento, su esposa lo abandona y se lleva a sus hijos. Dejándolo completamente sólo para morir, único destino a la vista. De su propia voz escuché: «por 10384 días no pude ver a mis hijos». «¡Es mucho tiempo!», pensé.
Solo y lejos de su lugar, decide regresar a la casa de su anciano padre, para allí morir en su antigua pieza.
Los días pasan, el tiempo pasa, el cáncer no desaparece pero Carlos tampoco muere. Tras un año en este estado decide hacer algo, impulsado por el aburrimiento antes que por el interés. Comienza la carrera de Abogacía.
Este caso es real, de quién escribo es de un hombre que actualmente tiene aproximadamente 70 años y es el dueño de un Buffett de abogados en Capital. Se dedica a promover una Fundación de carácter internacional.
En el momento en que terminaba su charla, escuché a su hija mayor llamándolo para preguntar cómo había salido la charla.