A veces pensamos que si una persona padece una grave afección, digamos por ejemplo: una adicción, ello sucede por falta de voluntad, de esfuerzo, de ganas tal vez. Pero, lamentablemente, la salud de esta persona no tiene nada que ver con eso. Más aún: en alguna medida tiene que ver con aquellos que rodeamos a la persona que sufre. ¿Por qué?
Está bueno tener fuerza de voluntad, sin embargo, la salud y su pérdida pasan por otra parte. Una «parte» que pocos están dispuestos a tocar, cada vez menos.
«Tocar o no tocar, ésta es la cuestión»
Pienso que cuando una persona padece desde lo profundo de sí, lo único que puede calmarlo es que otro ser humano pueda tocarlo allí; en esto consiste la empatía, una especie de drenaje de la tensión psicológica a través de aquellos con los que nos conectamos. No obstante, no todos queremos ser «descarga» de eso, y mucho menos nos gustaría saber de qué se trata, tal vez nos contaminemos…
Pero… disponemos de un gran paliativo, alguna clase de receta pseudo-religiosa con la que adoctrinar a nuestros compañeros de batallas y, si no la acepta, entonces está claro que es su culpa y todo lo que le sucede está totalmente justificado. “Tranquilizada” nuestra consciencia, podemos irnos a dormir en paz; ahora sabemos que él o ella no solamente está enfermo, sino que, además, se lo merece. Esta «receta» consiste en intentar culpar de alguna manera a la persona que padece: tal vez «lo atrajo por la ley de la atracción» o alguna otra especie de justificación supersticiosa para mantenernos a salvo imaginariamente. La demanda de estos razonamientos «ponciopilatescos» crece rápidamente en nuestra sociedad.
No quiero ser reiterativo con estos temas, sólo mostrar la grave desconexión emocional que con la que nos relacionamos, a la que se suma el juicio condenatorio. La psicoterapia pretende reivindicar un modo de relacionarnos que sea independiente del deber ser, de la moral religiosa y que se centre en el vínculo afectivo entre las personas. No debería ser tan difícil.