Cuando eramos niños existía una fuerza interior que nos llevaba a desear jugar, divertirnos, explorar el mundo. Todo ello nos producía placer y al mismo tiempo era la base de nuestro crecimiento y de nuestro mundo interior.
Cuando nos volvemos adultos todo cambia, allí surge una sensación nueva: la angustia. Luchamos contra ella, intentamos acallarla con distracciones, anestesiarla con ansiolíticos, o directamente la llevamos hacia nuestro cuerpo con alguna sintomatología. Pero de una u otra manera, ella no se va.