Un homenaje a Alejandra «La Locomotora» Oliveras desde la psicología junguiana
Alejandra Oliveras falleció a los 47 años, dejando una huella profunda no solo en el boxeo argentino, sino también en el imaginario colectivo como una encarnación arquetípica de la ánima guerrera. No fue sólo una mujer boxeadora: fue una figura simbólica, una manifestación viva del impulso de lucha que habita en el alma, especialmente cuando esa alma se niega a rendirse.
Desde la perspectiva de la psicología junguiana, los arquetipos son patrones universales, imágenes primordiales que emergen del inconsciente colectivo. El arquetipo del ánima guerrera representa esa fuerza interior femenina que no teme confrontar el dolor, que transforma la herida en potencia, la adversidad en camino. Alejandra fue esto y más: en un mundo que suele asociar lo femenino con la pasividad o la fragilidad, su presencia en el ring —física, emocional y simbólicamente— desmanteló ese prejuicio con cada golpe y cada victoria.
Podemos compararla, en otro tiempo y lugar, con figuras históricas como Juana de Arco, otra mujer que encarnó el arquetipo del ánima guerrera en tiempos de conflicto. Ambas, desde sus contextos particulares, fueron llamadas a la lucha por una voz interna más poderosa que cualquier mandato externo. Y ambas vivieron —y murieron— no como víctimas de las circunstancias, sino como portadoras de sentido en medio de la batalla.
Sin embargo, todo arquetipo tiene su luz y su sombra. Y la sombra del ánima guerrera no es la cobardía, sino la incapacidad de detenerse. La trampa psicológica de este arquetipo aparece cuando la lucha se convierte en identidad, cuando ya no hay un «yo» sin combate, cuando el descanso se vive como una traición al sentido de la vida.
En estos casos, la depresión, el agotamiento o incluso la rendición pueden aparecer no como signos de debilidad, sino como mensajes del alma. En términos junguianos, el alma no quiere que uno se mantenga luchando eternamente, sino que se transforme. A veces, rendirse no es claudicar, sino entregarse a una dimensión más profunda del ser. El descanso no es el fin de la lucha, sino su metamorfosis.
En palabras del Eclesiastés:
«Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo de los cielos tiene su hora: Tiempo de nacer y tiempo de morir, Tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado, Tiempo de matar y tiempo de curar, Tiempo de destruir y tiempo de edificar, Tiempo de llorar y tiempo de reír, Tiempo de endechar y tiempo de bailar. Tiempo de esparcir piedras y tiempo de juntar piedras, Tiempo de abrazar y tiempo de abstenerse de abrazar, Tiempo de buscar y tiempo de perder, Tiempo de guardar y tiempo de desechar, Tiempo de romper y tiempo de coser, Tiempo de callar y tiempo de hablar, Tiempo de amar y tiempo de aborrecer, Tiempo de guerra y tiempo de paz.»
— Eclesiastés 3:1–8
Quizás Alejandra, en su último round, haya encontrado ese otro tiempo: el del descanso. Y quizás, su partida nos recuerde que incluso los guerreros más valientes necesitan bajar el arma y cerrar los ojos.
Su legado, sin embargo, sigue vivo. Porque supo encarnar con autenticidad los símbolos profundos del alma colectiva. Fue más que una deportista: fue un espejo para muchas mujeres (y hombres) que llevan una fuerza interior que aún no se atreven a liberar. Y también para quienes, exhaustos de tanta lucha, necesitan saber que descansar no es fracasar, sino obedecer a un ritmo más grande que el de la voluntad individual: el ritmo del alma.
Su vida tuvo sentido porque no se limitó a representarlo: lo vivió. Encarnó el símbolo y le dio cuerpo. Y eso, en los términos del alma, es lo más alto a lo que un ser humano puede aspirar.